lunes, 26 de abril de 2010

Confession #4

It's really over, you made your stand

You got me crying, as well as you planned
But when my loneliness is through, i'm gonna find another you
 
So go on baby

Make your little get away
My pride will keep me company
And you just gave yours all away
Now i'm gonna dress myself for two
Once for me and once for someone new
I'm gonna do somethings you wouldn't let me do
Oh i'm gonna find another you

I´m gonna find another you by John Mayer.

viernes, 23 de abril de 2010

La verdad segun TOTO

Panas, esto esta muy bueno. Estaba leyendo el ultimo post de @Nina y la pana pide que votemos por TOTO y su carta de amor... Me meti en el blog de TOTO y me consegui con un post demasiado bueno y que me explico que Disney no me engaño con lo de los principes azules. Lo que sigue es un estracto del post..

La vida va bien, no te metes mucho en la tragedia que para otros representa la encarcelación de la mamá de Dumbo (a mi me pareció necesaria). Pones a cinco hombres adultos a hablar de Disney e inevitablemente llegas a la conclusión que tres de ellos le darían con todo a Campanita. Pero pon a cinco mujeres a hablarte de Disney para que tú veas. Lo primero que te van a decir es que Simba está bueno. ¿!?!?!?!?. Lo segundo, es que Disney las engañó y se sienten traicionadas. ¿La razón? Disney las hizo creer en príncipes que no existían.


Amiga, eso te lo he podido decir yo desde chiquito. Nuestro Máximo Líder, Walter Elías Disney (o Jesus Christ Superstar) no les mintió jamás. Esas películas no fueron hechas para que nosotros los varones nos identificáramos. Si no, Peter Pan y Tarzán no tendrían razón de ser. Lo que pasa es que Ustedes mismas se empeñaron en idealizar a esos príncipes y no se fueron por el que ha debido ser. Comencemos por sus idealizaciones. Esta teoría es muy sencilla: los príncipes de Disney no hablan (y los que sí, también tienen problemas). Es en serio. Fíjense en Blanca Nieves. Al principio de la película el príncipe se echa un canto operático ahí sentado en un murito, enseñando sus leggins marrones (y si los pantaloncitos de lycra y la cancioncita no les daba orientación alguna sobre su virilidad, tienen que llamar a la psicóloga). Después, mutis. Los enanos que hicieron todo el trabajo y se fajaron para hacerle una capilla ardiente, al horno. Blanca Nieves, como una pendeja, se fue con el mudo maricón.

El príncipe de Cenicienta, es como los bailarines de Bailando con las Estrellas: un comodín necesario para que la nena dejase la chola. Más nada. Con el príncipe Felipe en La Bella Durmiente medio la pegaron, porque el tipo tuvo la decencia de caerse a trancazos con sendo dragón. Pero fíjense en la película. Después que llega al castillo para decirle a su papá que se va a casar con la buhonera del bosque que acaba de conocer, se vuelve a montar en el caballo, y –sin hacer pipí- sale corriendo otra vez. ¿Qué es lo insólito? Que tiene treinta y cinco minutos más de película, donde él es el protagonista (porque Aurora anda echándose un camarón) y no vuelve a hablar más nunca. Él es una eyaculación precoz en comiquita.

Claro, la mayoría de Ustedes son de la escuela del Príncipe Eric y de Aladino, que sí hablaron hasta por los codos. Ahí tampoco las engañaron. A Eric le dieron burundanga y miren, dejó a la sirenita -mitad lolas, mitad atún- por otra y ella tuvo que ir a rescatarlo (again!). Aladino le hizo creer a la princesa belly dancer que él era el papá de los helados. Mis respetos con este pana: encima que después que dice la verdad, la princesa todavía lo quiere. ¡Éxito por los honestos! A la princesa no le tengo respeto. Se quedó con éste por burra. ¡Mamita, te has tenido que ir con el Genio! La única mujer completamente honesta en toda la historia de Disney es la boliburguesa de Lady Marian. Al menos ella sabía desde un principio que Robin Hood era sendo choro. Ese nunca le ocultó la verdad.

Entonces, no vengan con cuentos que Disney las engañó. Ahí estaba todo lo que Ustedes necesitaban saber sobre lo que no eramos. Pero bueno, Ustedes insisten siempre en apostar por el mudo que se ve bien a caballo. O por la bestia malhumorada que las deja encerradas en un calabozo porque pobrecito, él en el fondo es un príncipe. Joder. Todas se han debido enamorar de Mowgli, el indiecito semi desnudo de El Libro de la Selva. Será chaparrito y todo pero ese vio a una morenita y dejó a Canache el cervecero y al primo decente de la Pantera Rosa en un dos por tres. ¿Ilógico? Para nosotros los hombres sí. Uno jamás dejaría a Baloo. Es demasiado pana. Le diría que lo esperara en el bar, mientras va a caerle a la chamita en el pueblo. Pero Ustedes fallaron en ver, que Disney les presentó a Mowgli como el mejor de los hombres (¡conocía el fuego!). Y ninguna cougar se lo quiso llevar para cuando fuera grande.

Por eso les pasa como a Pocahontas. Hablando con unos panas hace unos meses, nos dimos cuenta que el Dios de los héroes de Disney no es Hércules sino más bien John Smith. Este colonizador tuvo el tupé de matarse a Pocahontas la primera noche que llegó, sin siquiera hablar su dialecto. Encima, la deja en el Nuevo Mundo pelando más bola que El Fugitivo con un cuento chino que se va a ir a buscar la paz en Inglaterra. Si este hecho no fue la confirmación Disneyana que a la mañana siguiente después del “felices para siempre”, Blanca Nieves encontró una Playgirl en el closet del marido, Cenicienta cosió lentejuelas en el disfraz de bailarín del suyo, Aurora compró Viagra, Ariel llevó al príncipe a un curso de defensa propia, Jasmine consultó un libro de mitomanías y Bella metió a la Bestia en clases de manejo de rabia, yo no sé que tipo de final feliz se idealizaban Ustedes. ¿Acaso Ustedes fueron sirenas?

Disney, en cambio, jamás engañó a los hombres. De ninguna manera. Sencillamente nos enseñó que es completamente posible tener un final feliz como el de Pumba. Después de una pelea, siempre hay un domingo montado allá arriba en Roca Tarpeya, jodiendo con las leonas, viviendo de los reales de Simba y Nala y fumando con el loco de Rafiki. Para los hombres que sí quieren una familia, ahí está Pacha el de Las Locuras del Emperador. Esposa preñada, amigo del rey, una vista insuperable y un tobogán para la piscina. Si eso no es pura religión, es hora de mudar su Iglesia a Universal Studios.-

jueves, 22 de abril de 2010

Esto me lo mando mi Papá para que no sea pendeja!!

Mi problema con el matrimonio


por María Elvira Samper.


La editora de la revista Cambio, cambió la vida conyugal por una existencia libre de mortificaciones. Soho le pidió que mirara por el retrovisor su vida marital y nos dejó helados.

Tras mi breve tránsito por esa sagrada institución y luego de un largo camino en el que he encontrado a muchísimas mujeres que pincharon en el intento, he confirmado que mi aversión por el matrimonio es comparable a la que profeso por la leche, el queso de cabra, los verbos colocar y escuchar, el lenguaje políticamente correcto, las palabras con 'ch' (chorizo, chulo, chicha, chinche, chanchullo, chancla, chueco, chumbo...), los chismes de farándula, el jet set, los cocteles del jet set y los lagartos de coctel, las feministas de mochila, el compromiso de género, los almuerzos de señoras, las morisquetas de las Barbies que cierran los noticieros, los tipos que usan medias tobilleras, los vegetarianos, los entierros, las telenovelas, los realities y los libros de autoayuda.

No nos digamos mentiras, el matrimonio es fatal, quedó mal inventado. Es más aburrido que un toque de queda con un militante del Opus Dei, que unos retiros espirituales, que los seminarios de integración de las empresas, que las fiestas de oficina, que las reuniones de padres de familia y que los bazares de colegio.

Es odioso porque fue diseñado para toda la vida y eso, de entrada, hace que la apuesta sea muy arriesgada. Nada más enredado que el ser humano ni más aterrador que la perspectiva de que sólo la muerte nos pueda separar.

Considero que echar reversa es un derecho inalienable. Hasta los ríos pueden cambiar su curso. Sin embargo, y aun a sabiendas de que el matrimonio es tan azaroso como una lotería, buena parte de las mujeres -yo, entre ellas- resolvemos en algún momento, por amor, apostarle al gordo. A nuestro gordo. No faltan las muy pragmáticas -y no muy enamoradas- que resuelven chulear al tema para incorporarlo a la hoja de vida; las muy quedadas que rapan la mano a la primera propuesta y se meten en ese berenjenal por el terror de quedarse solteronas, o las muy convencionales que se lanzan al agua por el deseo de tener hijitos con todas las de la ley, como cualquier Susanita que se respete.

No bien termina la luna de miel, quedamos notificadas del fin de nuestro reinado. De ahí en adelante, la poco o mucha autonomía de vuelo conquistada con esfuerzo queda hipotecada a la inveterada creencia de que los hombres nacen con las manos consagradas al Sagrado Corazón. "Hay que cambiar el bombillo del baño", "hay que vacunar el perro", "hay que llevar la ropa a la lavandería", "hay que pagar el teléfono", y mil "hay que..." adicionales, que el dueño de los muebles supone que su media naranja debe traducir en realidades porque él vive muy ocupado y esas son cosas de mujeres. No importa que ella también trabaje y esté tan atareada como él, la división social del trabajo en el hogar juega a favor del pequeño tirano que la suegra ha cultivado con esmero.

En esa lucha soterrada de poder, las mujeres acabamos perdiendo hasta el apellido.

Uno tras otro, ciertos pequeños detalles -o la total falta de ellos- convierten el matrimonio en una especie de servicio militar obligatorio. ¿Qué tal los ronquidos que nos hacen creer que a nuestro lado duerme el león de la Metro? ¿Qué tal el ritual de la mañana, el penoso espectáculo de ese hombre barbado, desmirriado en su piyama azul de rayas, los ojos hinchados y un tufo que se siente desde la cocina? Ni qué hablar del baño compartido, los pelitos de la barba en el lavamanos, el bizcocho salpicado, la crema de dientes aplastada por la mitad, la toalla húmeda en el suelo, los calzoncillos y las medias en un rincón, los cajones y las puertas de los clósets de par en par... Los roces a propósito de nada. Y a la hora de vestirse, las preguntas que se repiten como letanías: "¿Dónde está mi camisa azul?", "¿Dónde pondrían mis mancornas?", "¿Qué se hicieron mis medias grises?". Debemos dar cuenta de todo. En cambio, a ninguna mujer se le ocurre pensar que su marido deba responderle por el lugar donde reposan unos calzones rosados de encaje, los aretes de perlas o las llaves del carro. Nosotras o sabemos dónde están nuestras cosas o las buscamos.

Si en el matrimonio hay algo que se aplica al pie de la letra es la ley del embudo; eso lo aprendí en ese colegio donde fui educada religiosamente en "la filosofía del ala de pollo": la pechuga para el marido, el proveedor; piernas y perniles para los hijos, en proceso de crecimiento, y las alas...a esos descarnados apéndices debíamos aprender a sacarles gusto. Y así es con todo.

Si hay dos carros, el más perrata tiene destinación específica: ella. El de tirar pinta: él. ¿Qué programa de televisión ver? El partido de fútbol que a él le gusta. ¿Los almuerzos de familia? Imperativo, es donde su progenitora, porque madre no hay sino una: la suya. ¿Si para colmo de males es golfista? No sólo la mujer se vuelve viuda en forma prematura, sino que debe sufrir con resignación cristiana las conversaciones monotemáticas con los amigos de juego sobre los berdies, bogeys y aires que han hecho y, por instinto de supervivencia, mantener la boca bien cerrada. Si la abre, aun para bostezar, corre el riesgo de que le metan hoyo en uno.

¿Y las fiestas? Basta que ella esté animada y en vena porque, justo ese día, el marido quiere salir corriendo. Si el copetón es él -¡güepa jé!- ni soñar con hacerle ojitos para insinuarle que es hora de partir. Y, además, se ve obligada a presenciar el espectáculo cursi de sus coqueteos con las viejas de ambiente o las modelitos de turno, esas con carita de ángel y actitud de zorras. ¿Quién lo convence de que no es obligación raspar fiesta?

Ni qué decir del martirio que significa la espera cuando Romeo no va a comer a la casa. Es la agonía de ver cómo pasan las horas, la eterna duda:

¿Me estará poniendo los cuernos? La pregunta salta como gato al cuello. Los ánimos se revuelven, los instintos asesinos se despiertan, dan ganas de largarse para la Patagonia. No es la primera vez. Pero... ¿Y si el pobre ha sufrido un accidente, si le han hecho el paseo millonario o le han dado burundanga!? De pronto, el sonido de las llaves... Ha sobrevivido, mejor no decir ni pío. Sería como arar en el desierto. La solución es dar la vuelta hasta que el hombre caiga fundido. Los ronquidos confirmarán, una vez más, que al lado yace el rey león. Llegaremos como pasadas por trapiche a la cita de las ocho de la mañana.

Para completar el cuadro clínico, los maridos están convencidos de que su posición en el matrimonio es el de marcadores de punta: ¿Por qué no estabas en la casa cuando llamé?, ¿A dónde fuiste? ¿Con quién almorzaste?, ¿Por qué no contestaste el celular? Pero basta que uno abra el signo de interrogación para que broten sindicaciones como reacción en cadena: celosas, controladoras, sobonas... Es que las mujeres -dicen- somos posesivas y no dejamos espacio.

Y por eso, por esa asfixia que supuestamente causamos, es que un buen día deciden irse con su música a otra parte. Día a día, poco a poco, el matrimonio se va convirtiendo en una jaula, de oro en algunos casos, pero jaula al fin y al cabo. Por eso odio el matrimonio con todos su rituales, sus grillos y sus cadenas. Me gusta dormir en diagonal, atravesada en la cama, tener el control de la televisión, pasar los domingos en piyama, no tener que compartir el baño, ni hablar antes de las 10 de la mañana.

En fin, disfrutar mis pequeñas neurosis, no sentirme culpable por mis mañas y mis antojos y mi manía por el orden. No tener que responder por mis prolongados silencios. A estas alturas de la vida, con las riendas de mi vida en las manos, nada más delicioso que la autonomía de vuelo. Por fortuna, el hombre que quiero y que también comparte la filosofía del 'mejor juntos pero no revueltos', lava -mejor dicho, le lavan- los calzoncillos en su propia casa.